20/5/16

El final de la pesadilla



Eran las dos de la noche. Aquello era un antro frío y oscuro. Era tenebroso. Al menos, para mí. Todos parecían felices y se lo pasaban como si fuera la última noche de sus vidas.

Menos yo.

Mientras unos se llenaban como esponjas con litros y litros de alcohol, otros mataban sus pocas neuronas supervivientes con rayas de cocaína, o se fumaban un porro tras otro. Y en cada oscuro rincón de este miserable espacio angosto y claustrofóbico lleno del espeso y blanco humo una pareja que, seguramente a la semana siguiente se estaría liando con otras personas, se metían mano sin parar, como si nadie los viera.Y yo estaba en otro rincón, pero no con un chico, no. No haciendo nada de lo que ellos hacían. Me refugiaba en un vaso de fanta de naranja y fingiendo mandar mensajes por el teléfono móvil. De vez en cuando, también rulaba alguna que otra pastillita a mi alrededor. Oía a mis amigas comentar lo monas que eran las pastillas porque llevaban dibujos. Eran de esas pastillas alucinógenas que resultaban agradables a la vista pero que eran un infierno una vez que hubiese surgido su efecto en tu cuerpo.

Supuestamente, éstos eran mis amigos.

O lo que quedaba de ellos.

Conocía a mis amigos desde la infancia. Había ido con ellos al colegio desde parvulario. Habíamos crecido juntos, como cuando plantamos un árbol en el parque en una excursión del colegio. Pero, ahora, cada uno era una rama. Cada uno tenía unos pensamientos, una forma de ver la vida. Pero los de ellos caminaban más o menos en la misma dirección. Y yo era una rama solitaria que no encontraba ninguna semejanza con el resto de ramas. Ellos se habían dejado llevar por sus deseos e inclinaciones, sin pensar en su futuro ni en sus estudios, sin pensar en las consecuencias que podían acarrear sus actos. Lo que más les llamaba la atención era una vida llena de deshonra e irresponsabilidad: alcohol, drogas, sexo.... Yo tenía unos ideales muy diferentes a los suyos. Todo cuanto yo amaba y deseaba era, para ellos, una abominación. No teníamos, prácticamente, nada en común. Nos parecíamos en que éramos humanos. Y, a veces, incluso, tenía la impresión de que no eran ni eso. A veces parecían robots. A todos les gustaba ir a los mismos sitios, hacer las mismas cosas, les gustaba la misma música, incluso, parecía que vestían igual. Era el mismo estilo. Ellos se desvivían por salir de fiesta todos los días y a todas horas. Mantenían discusiones con sus padres de tono subido y amenazante con tal de salir. No les importaba el precio que tuvieran que pagar: falta de estudios, malas relaciones con sus padres…Todo con tal de reunirse una y otra vez en este agobiante habitáculo para desperdiciar un rato de sus miserables vidas con drogas, alcohol y sexo. Únicamente. Nada más les importaba.

Yo, por el contrario, llevaba mis estudios de maravilla. Mis padres se sentían orgullosos de mí. Mis notas eran inmejorables. Claro que me gustaba salir por ahí para despejar la mente de números e historias del pasado. ¿A quién no le gusta salir? Pero no me tiraba los trastos a la cabeza con mis padres ni dejaba abandonados mis estudios. Lo mío era moderación. En ocasionas me gustaba encerrarme en mi cuarto - para mí era como mi guarida – y sumergirme en mis pensamientos, en el gran mundo interior que guardaba mi mente. A veces, me gustaba soñar despierta. Vivía en mi propia nube particular de fantasía; independiente del resto del mundo. Me apasionaba leer, mi mundo eran los libros. Devoraba un libro tras otro, sumergiéndome en sus vívidas y apasionantes historias. También me gustaba escribir mis propias fantasías. La gente dice que mi imaginación va más allá de lo imaginable y también que… tengo más imaginación que un niño pequeño.

 -Carolina…–una voz femenina interrumpió el hilo de mis pensamientos. Era Gema, una de mis “mejores amigas” desde la infancia. Me miró de arriba abajo con superioridad como si yo fuera un sucio y andrajoso calcetín tirado en medio de la calle -…pareces una monja de clausura. No bebes, no fumas, no te drogas, ni te tiras a ningún tío. ¿Qué diversión hay en eso?

Suspiré.

Ya poco quedaba en ella de esa inocencia y dulzura de aquellos tiempos en los que éramos unas renacuajas. Tiempo atrás sus hermosos y sedosos rizos eran de color castaño, un poco más claros que los míos. Ahora eran de un color negro intenso como el tizón y no estaban tan cuidados como antes. Daba lastima ver sus rizos, lardosos y estropeados por los tintes, las planchas y el gel fijador. Sus ojos seguían siendo negros, solo que, ahora, hacían juego con su cabello. Otro cambio distintivo era que llevaba dos piercings. Uno en la ceja izquierda y otro bajo el labio inferior derecho. Me miró con indiferencia otra vez y se volvió a un rincón oscuro de la sala, donde se reencontró con José Antonio, conocido como “Josean”. No entendía como podía estar con él, ya la había dejado encinta una vez por mantener relaciones sexuales sin protección. Y también había dejado embarazadas a otras dos chicas más. Gema había abortado por propia voluntad a las doce semanas de gestación. Sus padres se habían sentido muy decepcionados con ella y muy avergonzados. Pero a ella le daba igual, había continuado manteniendo relaciones sexuales con otros chicos. Josean causaba verdaderos quebraderos de cabeza y sustos de muerte a sus padres. Tenía el pelo castaño muy alborotado. Cada punta de su hermoso cabello miraba en una dirección. Sus ojos eran de un color verde intenso que hipnotizaba y volvía locas a muchas chicas. Las drogas le atraían por su prohibición pero, su verdadera perdición era el alcohol. No importaba que bebida fuera o con que otras bebidas se mezclara para crear una fusión explosiva. Aunque sus bebidas favoritas eran las destiladas, por supuesto. Nunca hacía ascos a ninguna bebida, fuera cual fuera, o fuera cuando fuera. Me cercioré de que Sandra, “la niña buena que era el ojito derecho de papá y mamá, y que nunca hacía nada malo”, estaba apoyada en la grasienta y mohosa barra preparando unas cuantas rayas con su carné de identidad. A su lado estaba Juan Francisco –más conocido como el camello de Juan Fran- metiendo sus manos bajo la estrecha blusa de Sandra, quien parecía disfrutar mientras preparaba su ración de la noche. Él era quien proporcionaba toda la droga a la peña. Cada uno le hacía un encargo y a la semana siguiente cada uno tenía su mercancía. Eso sí, cada uno se lo pagaba con el dinero de su bolsillo. Tenía pinchudo su pelo rubio como el sol. También tenía una coletilla larga y fina. Un pendiente brillaba en la oreja izquierda y un tatuaje negro en el cuello se extendía hasta el hombro. Era un dragón. Todo el mundo sabía que Sandra estaba loca por él. En tal caso, yo no lo entendía. Juan Fran era el típico chulito, sí, pero no era muy guapo que digamos. Hasta yo, que nunca había estado con un chico, entendía eso. Tenia el rostro picado de acné y su nariz era algo puntiaguda e hinchada por los granos, parecía un pimiento. La atracción de las mujeres tal vez se debiera a sus antecedentes penales. Había estado en prisión tres veces por tráfico de drogas. Sandra, sin embargo, no podía envidiar a ninguna chica. Sin duda, era una de las chicas más guapas y deseadas. Y, en general, le gustaban los chicos más que a un tonto un lápiz. Por eso, tenía la misma fama que Gema. Sandra era rubia natural, pero ahora tenia mechas castañas y reflejos rojos. También tenia un piercing, pero en el ombligo.

De repente, noté que mi mano estaba mojada. El hielo se había derretido y chorreaba fuera del vaso, por el dorso de mi mano.

Suspiré.

No quería seguir llevando esta vida. Era obvio que mis amigos habían cambiado. Yo también. Pero en una dirección  completamente opuesta a la de ellos. Se podía decir que, prácticamente, ya no tenía amigos. Los había perdido definitivamente. Me había quedado completamente sola. No me parecía a ellos en nada en absoluto. Ellos estaban de acuerdo con ir al mismo sitio, disfrutaban haciendo las mismas cosas, tenían exactamente los mismos gustos: como la música  o la forma de vestir. Yo era el extremo contrario e independiente de todos ellos. Un bicho raro, un perro verde. Como la oveja negra pero al revés. Las ovejas negras eran ellos. Mis ex-amigos eran rebeldes, irreflexivos, desobedientes y reacios. Yo era la estúpida, la enclenque y… la monja de clausura, según Gema. Pero yo no era ninguna monja de clausura. Simplemente, era diferente. Estos seres volubles y miserables tan sólo se sentían atraídos por la mala vida de la juerga desenfrenada.

Yo nunca había tenido novio, ni siquiera el típico rollete de un solo día, de los que mis ex amigas habían disfrutado innumerables noches. Los príncipes azules no existían. Al menos, para mí. Yo nunca encontraría a mi alma gemela. Nunca vendría un príncipe para enamorarse de mí y protegerme durante el resto de nuestras vidas. La realidad era más cruel y, a veces, nos cuesta aceptarla tal y como es. Estaba condenada a vivir sola el resto de mi vida. Acabaría como una de esas viejas solteronas que se vuelven locas y acaban rodeadas por un centenar de gatos callejeros mugrientos y de pelaje estropeado recogidos de la calle. Pasaría el resto de mi vida sin comprender qué era el amor. Mi vida sería como la de un náufrago en una isla desierta, rodeado de tiburones, mandando mensajes en botella para poder ser rescatado.

 -Carolina…–me dijo Marcos, un chico moreno de pelo pinchudo y ojos azules. Le gustaba mezclar las pastillas con el alcohol, una mezcla nada saludable. Era adicto a la marihuana y a las mujeres. Sobretodo, a éstas últimas. Si no había besado a cien chicas, no había besado a ninguna -…, oye, ¿de verdad no te entra curiosidad por probar nada? Ya sabes, sólo por probar no te cobraríamos nada. Anda, prueba una pastilla de éstas. Mira, es azul, tu color favorito. ¿Qué me dices?

 -No, gracias –mi voz apenas era un susurro. No estaba muy segura de cómo iba a explicar mi decisión a todos aquellos energúmenos que tanto me intimidaban. -Esto…, Marcos…

 -¿Sí? ¿Has cambiado de idea?-me tendió la mano con la pastilla de color azul para que la tomara.

 -En realidad, no.-dejó de tenderme la mano y guardó la pastilla .Me miró completamente extrañado.-Solo quiero decir que…me voy.

 -¿Tan pronto? ¡Qué blandengue eres, Carolina!-era obvio que no me estaba entendiendo bien.- ¿A qué hora vendrás mañana?

 -A ninguna.

 -¿No vienes? ¿Y pasado mañana?

 -Tampoco a ninguna.

Me miró extrañado otra vez.

 -Mm...Esto, no voy a venir más.-estaba colorada como un tomate y sudando como un pollo. ¿Cómo es que hacía tanto calor?

 -¿Por qué?

 -Verás, no es que seáis una mala influencia…-aunque en realidad sí que lo eran-…pero ésta no es la marcha ni el rollo que a mí me va. No sé si me entiendes.

Marcos ya no me miró desconcertado como antes. En su cara se dibujó una leve sonrisa de comprensión…y creo que también de alivio.

 -Claro-sonrió ante mi decisión, pero no se estaba riendo de mí, sonreía porque yo me había dado cuenta al fin de que ése no era mi lugar.

Salí del antro infernal. Marcos cerró la puerta tras de mí. Sin testigos, allí sola, de pie, inmóvil como una estatua, contemplé la fachada del antro por última vez. La noche estaba bellísima, con su luna llena, redonda como un queso. A lo lejos oí un aullido. Me dirigí hacia mi casa sin dirigir la vista atrás.

Este texto forma parte del libro "Pensamientos desastrosos".
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